Había mucho viento en esa cuadra, muy cerca del río Paraná. Es que en ese lugar se arma como una especie de embudo, entre los edificios y el nuevo Registro civil, que atrapa por algunos metros ese viento que llega del río.
Estábamos con Fabricio y Luca esperando que se hicieran las 3, para tocar el timbre de la casa del Negro Fontanarrosa.
Qué hora es..? Las 3.
En el colegio me gustaba dibujar en los márgenes de las hojas. Sobre todo caras. Inspiradas, o mejor dicho, afanadas de los chistes y las historietas de Fontanarrosa. Me acuerdo que también me gustaba cerrar los cuadritos con el mismo trazo del dibujo, sin levantar la lapicera, como lo había visto tantas veces en sus trabajos.
Un día aprendí a hacer a Boogie el aceitoso. Pocos trazos, relativamente fácil de copiar, pero nunca lograba la expresión del Boogie original. Esa era la parte difícil.
Y en esa tarde de viento, estábamos por subir a la casa del genio. Nos habíamos saludado muchas veces, pero nunca había tenido la suerte de compartir alguna de sus charlas imperdibles.
Nos abrió la puerta su asistente y nos dijo que ya venía. Al rato apareció en su silla y nos saludó con mucho afecto y con su humor intacto.
Ya a esa altura dibujaba sin lápiz. Ya no le hacía falta.
Le mostramos algunos de los textos de Fabricio, para que eligiera uno que tuviera ganas de leer. Nos ubicamos frente a una mesa, frente a una gran ventana que miraba el río. Y al viento.
Prendí el grabador digital y empezó a leer. Los leyó a todos. Con muchas ganas. Como creo que debe haber hecho todo en su vida.
Fabricio estaba emocionado, y yo también.
Antes de irnos, ellos dos se abrazaron con la mirada. Fue un gran abrazo. Inolvidable. Lo ví.
Le agradecí inmensamente el haber querido participar en alQuìmica, le di mi abrazo y nos fuimos.
En el ascensor se escuchaba el silencio. Había una rara mezcla de emoción, de alegría, de admiración, y también algo de tristeza.
Me quedé con las ganas de contarle que siempre intenté dibujar a Boggie, que no me salía tan mal, pero que nunca había logrado su expresión.
Me quedé con las ganas de contarle que cerraba los cuadritos con el mismo trazo que venía del dibujo, sin levantar la lapicera.
Cuando salimos a la vereda, el viento seguía soplando. Y pensé en esa ventana. Y ahí entendí.
Él ya no necesitaba ni lápiz, ni tablero.
Él miraba por esa ventana y dibujaba con el viento.